Estábamos bajo un puente de concreto, arriba los autos pasaban con sus luces encendidas, manifiestos de humanidad. Tu piel cubierta de oscuridad mientras una maleta del tamaño de nuestras tristezas pesaban en nuestras espaldas. Mi padre, un hombre alto, de mirada firme en la nada, tocaba la puerta de una casa que parece de mi niñez, o quizás sea de tu pubertad, no lo recuerdo bien.
El dueño de la casa, un tal Alejandro, había llegado de Italia justo antes de entrar en la guerra, tenía un viñedo a las afueras de Nápoles, en una villa de esas donde los militares mataron a todo el mundo, o por lo menos eso contaba. Cuando salió de Italia pasó por Marruecos donde conoció al colombiano que trabajaba de guarda en un hotel de medio peso en el centro de la zona roja de la ciudad.
Con el colombiano aprendió que la violencia no es cosa nueva, que los países se pelean por pendejadas, aprendió el significado de palabras como pendejada y supo de la existencia de una tierra de bananos donde se siembra café, pero lo que se consume es caña. Tomó la decisión de huir de la violencia viajando a Colombia en los inicios de los 40's.
Acá se enamoró de una rubia de ojos negros, alta de pelo corto y liso, única en su especie. Se la llevó a vivir en medio de Ciudad Solar, montó una pizzería con nombre italiano y los clientes eran felices escuchándolo balbucear en español. Con el tiempo ella se fue convirtiendo en el único hogar de él, la guerra terminó y la Italia de su infancia había mutado lo suficiente para no ser más su Italia. Los días en la pizzería eran suficientes para llenar los vacíos de nuestro italiano.
Al tercer llamado nos abrió la puerta un hombre delgado, con barba blanca y mirada hundida, tenía la mirada de quien ha perdido las batallas y sólo se refugia en los sueños de una realidad triste.
Entramos en una amplia sala, de cojines azules, con un par de fotos en blanco y negro. El lugar era inundado por un olor a vino, tomates y ausencia, como si hace mucho un cocinero hubiera preparado ahí, la receta de la alegría.
El hombre delgado y mi padre se escondieron en un cuarto, a los minutos salieron, se despidieron con la misma mirada y un triste abrazo que quería prolongarse más pero se cortó por la poca costumbre del tacto entre humanos, entre hombres.
Cuando llegamos a casa, quizás la tuya o la mía o la nuestra si es que alguna vez existió en nuestros sueños una casa de los dos. Mientras te desnudabas te terminaba de contar la historia de Alejandro, entonces desperté.
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