Hoy caminaba por el centro de mi ciudad -que se llama Cali, ciudad solar, calor, el mierdero ese, olla, calicalentura, calicalabozo- y me encontré que en cada esquina y entre esquinas venden la camiseta de la selección de mi país -que se llama Colombia, locombia, trópico, cocalombia, el mierdero ese, hueco, Ecuador, Venezuela, sur-, y me topé con que en todo lado se vende la misma imagen, un color amarillo o rojo con una banda azul en el pecho con el logo de la selección en el lado izquierdo.
Lo llamativo no fue el colorido comercio de productos marca adidas, ardidas, addas, aidas o cualquiera de sus conjugaciones literarias propias de la ropa pirateada que tan bien se sabe hacer en este país pirateado. Lo llamativo fue encontrar una serie de camisas que presentaban colores, formas y hasta escudos distintos a los ya establecidos por un contrato entre la Federación Colombiana de Fútbol y Adidas. En cierto momento fue encontrarme con el ingenio de los ingenieros de lo no propio, con los artificios creados por los publicistas de la calle que nunca han tomado una clase de publicidad con sus profesores prepotentes y sus estudiantes futuros desempleados, me topé con la certeza que a la hora de crear, inventar, mentir, reformular la realidad material de lo que nos rodea, el colombiano es pionero.
En estos momentos deseo una camiseta de la selección, la roja sería la ideal, pero cuesta más de 100 mil pesos que no tengo para eso. Por otro lado está la misma camiseta pero en azul, color que no me vende la tienda de Adidas en Unicentro, que deseo con ganas, cuesta 30 mil y la vende Sonía, una mujer hija de indígenas una cuadra más arriba de la Plaza de Caicedo.
Si alguno quiere hacer su labor patriota debería comprar la camiseta del centro de esta ciudad multinombre, en homenaje de todos los habitantes de esta país multiforme.
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