jueves, 3 de abril de 2014

Plegarias, sudor y adulterio

Llega a la oficina caminando rápido, lo cual le deja una gota de sudor en la espalda, la misma espalda que la noche anterior le dio al esposo mientras este leía la última novela ganadora del último premio de literatura entregado como siempre en una ciudad de España.
Mientras camina la percusión de sus tacones le recuerda una canción que no se sabe pero que escuchó en algún momento entre la noche de su boda y la noche final de su amor por el esposo, o usando referencias más especificas, la noche que terminó su luna de miel.

Se sienta y su silla rechina un poco, tal como su cama lo hace cada martes y sábado, cuando son las noches en que ese mastodonte que ella ha mal logrado como compañero eterno hasta que por fin Dios le haga caso a sus plegarias, o a las plegarias de su madre o de su padre o de su prima que tanto la ha querido o hasta las plegarias de su vecino el cual pasa las noches enamorado de él, el mastodonte; todas esas plegarias le repiten y confirman a Dios lo mismo que él ya debe saber hace mucho; que los corazones se detienen cuando la persona es muy obesa, cuando ha comido mucha grasa, cuando se pasa la vida sedentario, cuando se es un gordo hijo de puta que sólo respira por gracia del mismo Dios que se niega a llevárselo o mandárselo a su amigo satanás.
O en palabras que ella ha construido con el tiempo, el marido es un gordo cabrón al que Dios evita y no le desea ese mal al demonio, por eso él sigue ahí, cada sábado y cada martes intentado amar a la mujer que ama ciegamente, tan ciegamente que no escucha sus gemidos de odio cada noche de martes y sábado, tan ciegamente que no escucha las plegarias del vecino que como el vecino de American Beauty (1999), está enamorado con un amor que también es odio y que también es obsesión y ustedes deben saber que donde hay obsesión con odio y amor, todo termina en muerte.

Pero volvamos a la oficina, un gran salón con 7 cubículos que son separados por paredes móviles, donde trabajan 6 mujeres y un hombre, pero no piensen en postulados machistas, ya que este hombre, aunque nadie lo sabe, los domingos, después de ver el partido con José su primogénito de ya unos 25 años (aunque a veces le gusta decir que tiene 27), regresa a su casa y dentro del vestidor que está dentro del baño de la habitación de huéspedes que nunca ha usado, se encuentra sus faldas carmesís, sus tacones azules con lentejuelas y sus pelucas de pelo rizado rojizo o rubio o negro, todo depende de la fogosidad con que se sienta su cuerpo de mujer, encerrado en la piel tosca de un padre de 47 años.

Pero volvamos a la oficina.

Ella, nuestra protagonista que hasta ahora no es más que la mujer de un mastodonte arcaico que sólo lee novelas y escribe novelas y vende novelas, ella, nuestra protagonista de la cual sólo sabemos dos pequeños recuerdos vagos de su vida, que tiene tacones y una gota de sudor que para este momento ya ha caído en el trasero pequeño y redondo y parado que siempre ha tenido desde los quince años cuando un martes, de esos en los que aún su piel no se entregaba con odio a un mastodonte, su cuerpo tomó la decisión de no torturarla más con un cuerpo de niña y dejarla entrar con acné y sudores y sueños y calzones mojados a una pubertad tardía, una juventud temprana y una adultez que ya no se iría.
Ella que ahora piensa en el mastodonte y hace su plegaria en la mente, ella que se sienta en el cubículo 5 de los 7 que hay, ella que saluda a su jefe que hoy es hombre y en dos días será mujer, ella que ahora con una sonrisa hermosa como su culo entra al correo y sin miedo ni pena ni pudor ni vergüenza ni nada de esas cosas de las que ustedes lectores sí sufren, le escribe al amor de su vida un "hola" tan valiente que al releerse se puede ver como el cuerpo de ella se desnuda dejando para nuestro placer, poder ver su culo redondo, sudado y parado de quinceañera.

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