En las redes sociales la gente se vive quejando del lunes, como si un día cualquiera del calendario gregoriano que una manada de católicos hambrientos de poder decidieron poner de primero después del día que decidieron poner de descanso, fuera determinante en nuestro sentido del humor, en nuestro animo.
Por eso hoy no me quejaré del lunes, sino de la mala suerte que tenemos algunos en ciertos días, que bien pueden ser lunes o el resto de la semana. Pero es que este lunes se supone que es el último lunes de este año (que para bien o para mal me ha dado tanto alegrías como tristezas) que pasaré en Cali.
Primero no he podido hacer mis obligaciones las cuales intento hacer contra reloj, las instituciones caleñas van de mal en peor y ya nadie trabaja por estas fechas. Segundo he perdido mi vida en esperas; esperar el bus que me lleve más rápido aunque se demore más que el bus que me lleva más lento, esperar que el chico de la fotocopiadora me pueda pasar los libros que serán mi material para resistir la soledad de una capital fría sin ella, esperar que ella me lea, esperar que alguien me llame para invitarme a almorzar, esperar el almuerzo con alguien que ya ha almorzado, esperar que el cigarrillo se acabe, que la abaje no caiga sobre el vaso de café, que de alguna forma pueda saber que ella está bien, esperar un café, un amigo, la lluvia... sobre todo esperar a la lluvia.
Ahora me encuentro un poco mejor que cuando empecé a escribir, pude recibir mis libros, almorcé algo que creo que sabía rico, me dieron mi primer regalo de navidad y ahora estoy aquí, esperando que la lluvia en algún momento caiga sobre mi calva cabeza.
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