Llueve pero eso usted ya lo sabe, el agua golpea contra la ventana del cuarto en donde mi cerebro se ha quedado dormido como forma de supervivencia a tanta cosa que quizás lo hubiera llevado al paroxismo de la locura de haberlas enfrentado.
El agua de la lluvia que golpea la ventana se desliza por el cristal, y al final de su camino queda bailando en un borde de plástico, metal y vidrio que es el final de la ventana, ahí, la luz de la luna o una luz callejera, quizás lo u queda de las luces de un edificio que queda cerca para la vista pero lejos para el resto de los sentidos, de un edificio fantasmagórico.

Verá usted, ambas se transforman con cada gota que cae del camino pasado, pero aunque llegue agua nueva de un pasado ya recorrido la linea no deja de ser linea, aunque brille más una parte que otra, ella no deja de ser una linea brillante, aunque se llene ese pequeño borde y el agua siga su camino para la pared que sostiene la ventana, el camino amarillo no deja de existir.
Sólo dejamos de existir cuando el edificio fantasmagórico que le daba su color amarillo decidió que ya era hora de pagar la luz, pero aún así, mi vida y la linea delgada de agua no dejan de estar ahí.
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